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EL MERCURIO Economía y Negocios - 24 de enero de 2021

La luz al final del túnel

"La copiosa historia de ‘luces al final del túnel' que no eran tales no es casual, sino consecuencia de la natural tendencia humana a negar la real dimensión de los problemas. Por lo mismo, no pocas veces ‘la luz al final del túnel' termina siendo la locomotora que venía en sentido contrario. Quiera el destino que no sea este el caso”.

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El Presidente, en la pasada reunión de Enade, dijo ver “una luz al final del túnel”. La expresión, por emotiva, tiene un acento subjetivo. Se trata de una visión optimista en medio de un cuadro más bien sombrío: una caída del PIB de 6% en 2020, casi un millón de desempleados y el mayor déficit público de los últimos 48 años. De ahí la imagen del “túnel” —que es por donde estaríamos transitando— y “una luz”, que es lo que el Presidente dice ver.

Esto de ver luces al final del túnel tiene mala historia. La expresión fue acuñada por los políticos británicos en los años veinte del siglo pasado; las luces que decían ver, sin embargo, finalmente devinieron en el pánico de 1929 y la Gran Depresión. Algo después, en 1932, el gobernador del Banco de Inglaterra volvió a insistir en idéntica fórmula emotiva; descubriría más tarde que la Gran Depresión, lejos de superarse, devendría en una conflagración mundial. Suma y sigue: en 1954, el general francés Henri-Eugène Navarre, hablando del conflicto en Indochina, también aludió a las consabidas luces al final del túnel; casi inmediatamente después sobrevendría la debacle militar que precipitaría la caída del Gobierno en París y obligaría a Francia a retirarse de la región. En 1962, y casi tentando al destino, John Kennedy, refiriéndose a la intervención en Vietnam (ex-Indochina), repitió la fórmula; huelga recordar cómo terminó todo aquello. Juzgando por la historia entonces, a la visión de luces al final del túnel suelen sucederle agrios desenlaces.

En Chile, no es primera vez que una autoridad apela al lenguaje emotivo-optimista en medio de un cuadro adverso. Usando una imagen poética algo más criolla, en diciembre de 2014, el ministro de Hacienda de la época decía ver “brotes verdes”. Pues bien, el cuatrienio 2014-17 terminó siendo el de peor crecimiento post-1990.

Atendidos los antecedentes, parece prudente tomar algo de distancia del lenguaje emotivo y revisar más detenidamente los hechos.

Partamos señalando que si bien para 2021 se esperan números azules en la actividad económica, ello será más una ilusión óptica que la salida del túnel, por efecto de la baja base de comparación. Aun en la proyección media del Banco Central, el PIB será ligeramente inferior al de 2019, mientras que las expectativas del mercado sugieren un desempeño incluso menor.

La magra recuperación de 2021 requerirá, sin embargo, según las propias estimaciones de la Dirección de Presupuestos, un déficit público de 4,3 puntos del PIB, guarismo de enormes proporciones por estándares históricos. Superado aquello, el Gobierno que venga tendrá que habérselas con la trayectoria fiscal de largo plazo, que parece insostenible: un gasto público que venía creciendo más del 5% real anual en el quinquenio prepandemia, versus un producto que lo hacía a solo 2% por año.

En cuanto a la política, campea el populismo. Particular preocupación merecen las iniciativas legislativas que comprometen la estabilidad financiera. A los retiros de los fondos previsionales se agregan las obligaciones que comienzan a imponerse a la banca, restringiendo su independencia en el otorgamiento de créditos, así como su potestad para cobrar efectivamente los mismos. Se actúa y legisla como si el sector financiero pudiera resistir cualquier embate. Las últimas propuestas relativas al prepago de créditos hipotecarios pretenden reinventar el álgebra elemental del interés compuesto, lo que por sí solo habla de un populismo —o ignorancia— que no conoce límites.

Por último, y quizá este es el mayor desafío, se debe tomar debida nota del deterioro del orden público, del Estado de Derecho y del recrudecimiento del crimen organizado. Hay zonas del país a las que la PDI no puede entrar, sin ser repelida con fuego nutrido de alto calibre. Chile es hoy el tercer país sudamericano en tránsito de droga, después de Colombia y Brasil, una actividad delictual que bien puede mover más de dos mil millones de dólares al año; allí hay dinero suficiente para financiar milicias y corromper instituciones. Todo ello, sin hablar de la violencia y vandalismo recurrente en Santiago Centro, que adquiere ya rasgos patológicos.

Chile vive una crisis. Se trata de disfuncionalidades de larga data, cuyos síntomas se han profundizado: captura del Estado por parte de funcionarios y políticos; trabas al crecimiento; indolencia política frente al orden público; crispación social y profunda división partidaria.

No es entera culpa del Presidente ni de su Gobierno. La actual crisis es de antigua gestación, y la enconada oposición que enfrenta el Ejecutivo en el Congreso solo es comparable con algunos guiones históricos de triste recuerdo. Quizá hubiese sido preferible escuchar del primer mandatario un crudo develamiento del problema, en vez de una manida fórmula de infeliz pedigrí. La copiosa historia de “luces al final del túnel” que no eran tales no es casual, sino consecuencia de la natural tendencia humana a negar la real dimensión de los problemas. Por lo mismo, no pocas veces “la luz al final del túnel” termina siendo la locomotora que venía en sentido contrario. Quiera el destino que no sea este el caso.